venerdì 8 giugno 2012

Nueve círculos. Noveno círculo: Cero


     Suite 1302. Vista al lago. Moët & Chandon en el minibar. Qué coñazo de país, vacas y montañas. Noches planas, un funeral. No para él. Piero Vette olió el perfume de la rubia con la que se lo había pasado de muerte. De ella no quedaba nada más. Se puso gafitas, corbata y el aire intelectual de siempre. Cepilló restos de polvo blanco de la americana. Bajó para el desayuno.
     En el buffet se cruzó con varios delegados. Volaban comentarios ansiosos: jornada crucial, buenas premisas, decisiones valientes. Aire frito. Piero Vette sabía. En esas cumbres no se concluía nada. Los circuitos del Poder estaban ocultos. El plan se había lanzado hace tiempo. Habían decidido después de los últimos sondeos. Ningún riesgo. Aceleración. No se volvía atrás. Piero Vette sabía. Piero Vette estaba en ello. Piero Vette estaba metido hasta el cuello.
    

     Ragnilde estaba sentada en una parada de autobús. Fumaba un pitillo tras otro. La plaza estaba llena: turistas globalizados admiraban la Vieja Europa. Las fachadas barrocas trasudaban encanto y decadencia. Ragnilde miró la hora. El contacto llevaba retraso. Mala señal. Era una operación de mierda. Lo había entendido desde el principio. Aficionados. Os doy cinco minutos, luego me piro. Los grupos de chinos la rodeaban. Disparos con flash y guías turísticas.
     Un hombre se sentó. – Perdona si llego ahora. – Llevaba gafas de espejo. Tenía pinta de madero.
     Ragnilde apagó el pitillo. – ¿Has traído todo? – Consonantes puntiagudas. Acento escandinavo.
     – Sí, está aquí dentro. – El madero posó un maletín en el suelo.
     – Mañana.
     – ¿No habías dicho hoy?    
     – Sí. Pero lo haré mañana. Y os costará el doble.
     El madero tuvo un ataque. – Pero...
     – No me interesa. Dentro de dos días. Aquí. Un maletín como éste.
     Ragnilde cogió la pasta y se alejó. Aficionados. Era una operación de mierda. Pero pagaban bien. Quizás después de ésta pudiese dejarlo. Valía el riesgo.


     – Esta clase política no merece representarnos. Tienen que irse a su casa. ¡Todos!
     – A-ca-sa-A-ca-sa-A-ca-sa! – Los gritos del público martilleaban.
     – Nuestro Movimiento es el camino para renovar la democracia. ¡Y lo conseguiremos!
     Los aplausos estallaron. El estruendo fue inmenso. Ugo De Girolamo observó la muchedumbre. El hombre en el palco bebía agua y se alisaba la barba canosa. Estaba empapado y agotado. Sonreía. Triunfo. Ese Giovanni Grandi era un crack. Un maestro.
     Ugo De Girolamo se estremeció. Esa campaña era mérito suyo. Lo podían lograr. Podían ganar. Giovanni Grandi Presidente del Gobierno. Sonaba bien. Damascelli podía empezar a hacer las maletas.    
     Ugo De Girolamo pensó en los jóvenes. En su hijo. Podían tener un futuro. Había esperanza. El teléfono de De Girolamo sonó. No contestó. Sabía lo que significaban esos dos toques. Grandes líos. Se escabulló y dejó el mitin. Atravesó el parque hasta el lago. Se sentó en el tercer banco a la izquierda.
     A su lado se materializó un hombre vestido de jogging. Llevaba gafas de espejo. De Girolamo se sobresaltó. – He venido lo más rápido que he podido.
     – ¿Te ha seguido alguien?
     – Creo que no.
     – ¿Crees?
     – No, no me ha seguido nadie. ¡Por Dios!
     – Cállate y escucha. Nos hace falta el programa. Horarios, desplazamientos, citas. Los próximos tres días. Nada de comunicaciones electrónicas. Una hoja de tu puño y letra.
     – ¿Aquí?
     – Aquí. A las 10.
     – Pero tenemos una reunión a las 9:30.
     – Procura estar.
     Traición. Olía a trampa. Pero Ugo De Girolamo no podía negarse. Lo tenían cogido. Las fotos que le habían enseñado lo condenaban. Pillado mientras robaba los fondos. Estaba lleno de deudas. Deudas de juego. La última semana había sido un infierno.
     Se repasó la raya de los pantalones. – Pero soy yo el organizador de la campaña.
     – Exacto, no tendrás problemas para conseguir la información.
     De Girolamo pensó en el futuro, en la esperanza, en los ideales. Tirados por el retrete. Esbozó una respuesta. Pero habló al viento. El corredor con gafas de espejo se había esfumado.


     Palazzo Manduca. Sofás dorados, terciopelo rojo. Cama de baldaquino. Que ostentación. En puro estilo Teodoro Damascelli. Nunca defraudaba.
     – Piero, dame las últimas novedades.
     – Señor Presidente...
     – Cuando me llamas así, auguras tempestad.
     Piero Vette sorbió su Oban 18. – Teodoro, los datos los has visto tú también.
     – Los Corsarios al 27%
     – Y subiendo.
     – ¿Tú crees que la gente votará de verdad por ese gilipollas de Grandi?
     – Me temo que sí. Por él y su Movimiento. Los electores aprecian las caras nuevas, limpias.
     ­– Giovanni Grandi podría ganar. Lo revolucionará todo.
     – La gente está harta. La gente cree en Grandi.
     – La gente no pinta una mierda. El dinero, Piero, sólo cuenta el dinero. Yo siempre he tenido el dinero de mi parte. Los ricos, los empresarios, la Iglesia. La banca. También la mafia.
     Vette se calló. Pobre iluso. Convencido de pintar algo porque era el Presidente. Tampoco él pintaba nada. El Poder estaba en otra parte. Ese Poder era implacable. Vette era feliz de satisfacerlo.
     Damascelli tenía la cara roja. – ¿Sabes cuántos votos querría que se llevara Grandi? Cero.
     – Cero.
     – Como el valor de la democracia. ¿Piero, qué crees que deberíamos hacer?
     El país ya era una colonia. Tierra de conquista y de esclavos. Vette ganaba bien con ello: buena vida, lujo y juerga. Era él la mano del Poder. El Virrey. Al Poder la gente le importaba un carajo. A Vette la gente le importaba un carajo.
     – Yo sólo soy tu ministro de economía, no tu consejero político.
     – Piero, ya me fío sólo de ti. Dime: ¿que demonios hago?
     – Nada. Falta un mes para las generales. Puede pasar de todo.
     Damascelli lo miró fijamente. ¿Qué sabía? Era arrogante. Era narcisista. Pero no era estúpido. – Esos amigos suizos que tienes son una pasada.
     – Y no sólo suizos. Saben lo que hacen.
     No podía imaginarse cuánto.


     Todo estaba listo. La ventana exacta, el piso seguro. Ragnilde tenía el equipamiento de las grandes ocasiones. Las huellas falsas estaban en un sobre. Miró la hora. Los tiempos eran apretados, su vía de fuga cuestión de minutos. Dio una calada, apagó el pitillo y se sentó. Todo estaba listo.
     Miró con los prismáticos. Controlaba doscientos metros de calle: el chalet, las otras casas y los jardines. Posición perfecta. Se acercó un coche oscuro. Solo. Pasó de largo. No era él. Ragnilde era paciente. Encendió otro pitillo. Controló el cargador. La bala de punta blanda estaba en la recámara. Identificación balística imposible. No se volvía atrás.
     Ragnilde vio movimiento en la calle. Un coche. Y un todoterreno. Eran ellos. Cielo despejado, luna llena: visibilidad óptima. Embrazó el fusil. Apuntó a ojo desnudo, nada de mira telescópica. Vieja escuela, como en Bosnia. Los coches se pararon en la entrada del chalet. Treinta metros. Del todoterreno bajaron dos armarios con americana. Mínima seguridad. Sonrió.
     Se abrió la puerta del coche. Bajaron una morena y un tío en traje oscuro. Ragnilde reconoció la melena rizada y canosa, inconfundible. El blanco se reía. Ragnilde inspiró. El blanco se giró para decir algo al chofer. Ragnilde lo vio en la cara. Dudó. Ese hombre era querido. Era un visionario. Podía cambiar la historia. Ragnilde lo admiraba. Ragnilde era una profesional. El blanco fue hacia la valla. Ragnilde inspiró. Ragnilde apuntó entre los rizos canosos. El blanco se paró para buscar algo en los bolsillos. Ragnilde apretó el gatillo.


     La tele escupía sentencias a todo volumen. – La policía científica todavía no ha identificado el arma del crimen. En un piso no lejano se han hallado restos de pólvora.
     Ugo De Girolamo temblaba. Lo habían hecho. Delante de la casa de su amante. Una emboscada. Conocían lugar y horario. Exactos.
     – En un cubo de la basura se ha encontrado un fusil de precisión compatible con la distancia y la dinámica del homicidio. Por el momento no sabemos si se han descubierto huellas.
     Claro que estaban. De Girolamo sabía. Inculparían a alguien. Un desequilibrado. Un extremista aficionado a las armas. Una cabeza de turco.
     Cambió de canal. Damascelli estaba pletórico. – La Presidencia del Gobierno y las instituciones están unidas en el duelo por el brutal crimen que ha causado la muerte de Giovanni Grandi.
     Todo mentira. Lo habían matado. Sabían donde y cuando encontrarlo. Se lo había dicho él. Había vendido a Grandi. Lo había traicionado. Sus ideales por cuatro apuestas en el casino. De Girolamo ahogó un ataque de pánico. Había traicionado las esperanzas de los jóvenes. Las esperanzas de su hijo. Anduvo a tientas, cogió el teléfono y marcó el número que sabía de memoria. El número que nunca había usado.
     – ¿Quién es? – Voz indignada.
     – Soy Gato Negro.
     – No debes llamarme a este número.
     – Quiero verte. Ahora. Mismo sitio. En una hora.
     Ugo De Girolamo corrió al parque. El otro lo esperaba cerca del lago, en el tercer banco a la izquierda. Llevaba gafas de espejo. – ¿Qué quieres?
     – ¿Quién dio la orden?
     – ¿Pero qué coño quieres?
     De Girolamo apretó los puños. – ¿Quién ha sido? ¿Damascelli?
     – ¿Damascelli? – El hombre de las gafas de espejo se rio. – No. Ese no pinta nada.
     – Ha sido Vette, es él quien mueve los hilos.
     – Tu haces demasiadas preguntas.
     – Quiero encontrar quien lo hizo.
     – ¿Por qué?
     –  El ejecutor. Haz que lo encuentre.
     – Estás delirando.
     De Girolamo jadeaba. – Si no se lo largo todo a la prensa.
     – No te van a creer.
     – No me obligues a descubrirlo.
     – No entiendo dónde quieres llegar. Pero si insistes. Mañana. El pago lo harás tú.


     Ragnilde estaba sentada en una parada de autobús. Fumaba un pitillo tras otro. La gente alrededor de ella no hablaba de otra cosa. Giovanni Grandi un héroe. Giovanni Grandi un mártir. Giovanni Grandi con nosotros para siempre. Ragnilde sintió un cosquilleo entre el corazón y la tripa. Ragnilde había cambiado la historia. Ese hombre era la esperanza de la gente. ¿Los había condenado? ¿Eran remordimientos?
     Un hombre se sentó al lado de ella. Estaba sudado y nervioso. Llevaba un maletín. El hombre la miró a la cara. ¿Lo conocía? No estaba segura.
     – No me mires. Date la vuelta. – Consonantes puntiagudas. Acento escandinavo.
     – Tú eres una mujer.
     – Dame el maletín.
     – Tengo que hablar contigo.
     Ragnilde se levantó. – No tenemos nada que decirnos. Yo no estoy aquí. – Ya lo había visto. Era el coordinador de la campaña de Giovanni Grandi.
     Ugo De Girolamo estaba alterado. – Grandi era inocente. Grandi era un gran hombre.
     Ragnilde desenvainó una mirada de hielo. – No me concierne.
     – Era un hombre honesto. No merecía morir.
     – Yo hago el trabajo para el que me pagan.
     – Allí dentro hay doscientos mil más.
     Ragnilde se paró. Se giró. – Te escucho.


     Las vistas eran sublimes. Colinas de la capital al atardecer. Piero Vette se quitó la americana. Llamó el servicio de habitaciones. Ostras y champagne. Había que celebrarlo.
     Mientras esperaba encendió la tele. Muchedumbre en todas las cadenas. Oceánica. El último adiós al héroe, al mártir, al mito. Apagó. El calentón por Giovanni Grandi se enfriaría pronto. Temperatura cadáver.
     Llamaron a la puerta. Abrió. Entró una camarera con el carro. Una rubia cañón toda curvas, su tipo. Llevaba guantes. Descorchó el champagne. Le acercó un vaso lleno de burbujas.
     – A mi salud – brindó Vette.
     La camarera cerró la puerta. – Ponte cómodo.
     – ¿Que me vas a ofrecer?
     – Nada. Estás a punto de tener un ataque de corazón. Decide tú donde.
     – Sal de inmediato de mi habitación.
     – ¿No te ha parecido un champagne más espumoso que de costumbre?
     Piero Vette palideció.
     – Tranquilo, es indoloro. Y no deja rastro. Te vas tranquilo.
     – ¿Quién coño... eres...
     – ¿Sabes algo? Es la primera buena acción que hago. – Consonantes puntiagudas. Acento escandinavo. – Después de esto, me retiro.
     Piero Vette cayó al suelo. Convulsiones. Escupió baba y bilis de la boca. Ragnilde esperó. Vette dejó de moverse. Ragnilde se quitó un guante. Le tocó la carótida. Sonrió. Se volvió a poner el guante y se marchó.

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1 commento:

  1. Es muy dificil resumir en pocas linéas y para diferentes pecados referidos a la vida del mundo actual argumentos basados en los grados de pecados del Infierno de la "divina Comedia", de Dante. Tú, lo consigues al encontrar historias y personajes con perfiles patológicos que encajan en dichas historias.
    También estan muy bien elegídos los títulos de tales historias y el pecado que describe: Avaricia, violencia, engaño, malicia, etc.

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