venerdì 27 aprile 2012

Nueve círculos. Tercer círculo: Azar


     – Venga, todo de golpe.
     – Sí, sí.
     Michele se lo tragó. Quemaba como amoníaco. ¿Cómo demonios había acabado allí dentro con esos dos tíos?
     – Adelante, otra ronda.
     – Lo siento, la barra está cerrada.
     – Entonces vamos a un sitio que conozco yo, vais a ver que pasada. Venga, a moverse.
     Michele acabó en la calle, el aire chispeante de la noche haciéndole cosquillas por la espalda. Los edificios le daban vueltas alrededor en una danza vertiginosa. Alguien lo mantuvo derecho. Se pusieron en marcha detrás de Andrei, una pequeña procesión alborotada en el silencio.
     – ¿Sabes qué es esto? – le exhaló en la cara Emil mirándolo a los ojos.
     Debajo de la camiseta del tío el reflejo bruñido de un revólver.
     – Pero eso... – dijo Michele.
     – Tranquilo, tampoco es mío. Luego nos vamos a divertir.

     Cuando entraron en el sitio el silencio explotó. Michele se encontró entre las manos un líquido fosforescente en un vaso largo y lo engulló. Ya iba mejor. La noche con esos dos tipos era realmente la bomba. Justo lo que buscaba desde hace tiempo.
     – Ten – le gritó Emil al oído, y le metió en la boca una pastilla. Michele la empujó abajo con un buen trago fosforescente. 
     Su mente dejó su cuerpo. Observó sus pies andando por la pista, sus brazos meneándose frenéticos, la cabeza meciéndose. La carne humana alrededor suyo palpitaba. Su corazón latía al ritmo de la tecno. De golpe la música paró. Se encendieron las luces.
     – ¿Y ahora? – preguntó.
     – Yo sé que hacer – contestó Andrei con su brutal acento del Este.
     Michele no se aguantaba de pie. Acabaron en una pradera viendo un amanecer rojo sangre.
     – ¿Te apetece hacer un juego?
     – Ten – dijo Emil.
     En las manos de Michele la pistola pesaba como un cargo de conciencia.
     – ¿Sabes usarla? Pero claro, es pan comido.
     Andrei se la arrancó de las manos, abrió el tambor y metió una bala. Una sola.
     – ¿Conoces la ruleta rusa? Ahora la vamos a hacer al revés. ¿Ves ese taxista allí abajo que echa un pitillo mientras espera un cliente?
     De sentado se clavó el codo en la rodilla, guiñó un ojo y apuntó.
     – Ahora me lo cargo.
     El aire se paró. Todos dejaron de respirar. El dedo de Andrei se dobló y rozó el gatillo.
     Clic.
     No pasó nada.
     – Dame. – Con la mano Emil dio un par de vueltas al tambor. – Señores, haced vuestras apuestas.
     Se puso de rodillas, con las dos manos bien cerradas sobre la empuñadura y apoyadas en la pierna. Apuntaba a un quiosquero que colocaba revistas.
     – Espera... – dijo Michele.
     Clic.
     – Ahora te toca a ti – y venga otra vuelta de tambor.
     – Pero yo...
     – Pon una mano en la empuñadura. Así. Con la otra te apoyas. Muy bien, Michele. ¿Estás seguro que nunca has usado uno antes? Ahora hay que amartillar...
     Clic.
     – Eh, gringo, tranquilo con ese chisme. Es delicado, trátalo como la joya de una mujer. Entonces, ¿a quién le disparamos?
     Michele miró a su alrededor desorientado.
     ­– Perfecto, esa mujer que barre la acera – dijo Andrei. – Está lejos, ¿puedes?
     Michele apuntó hacia la mujer. El cañón temblaba como una hoja.
     – Respira hondo.
     Tenía las sienes que le iban a estallar, un nudo en la garganta como una rata muerta.
     Clic.
     – Muy bien, para mí le ibas a dar.
     – Pero qué dices – contestó Emil – de esta distancia no acertaría ni a un elefante. Acerquémonos.
     Bajaron por la pradera hasta la calle.
     – Dame, me toca a mí. – Andrei giró el tambor, empuñó el revólver y lo cubrió con la cazadora de cuero. Se acercaron a la parada del autobús, donde algunas personas esperaban. – Pito pito gorgorito... – el índice pasó de un tipo a otro. Se paró en una señora mayor con las bolsas de la compra.
     Clic.
     Andrei se partió de risa, luego le dio el revólver al socio.
     – Vamos a tomar un café.
     Pasaron delante del taxista de antes. Emil se le acercó a un paso, la chaqueta doblada sobre el brazo. Aquél le miró torcido.
     Clic.
     Se sentaron en una terraza.
     – La camarera, ¿qué te parece? – dijo Andrei.
     – Sí – contestó Emil – es toda tuya.
     El metal era frío y duro.
     Michele empuñó, amartilló y apuntó.
     La camarera se plantó delante de los tres. – ¿Qué coño hacéis vosotros aquí?
     BUM!
     El estruendo fue ensordecedor. El cerebro de Michele registró con un instante de retraso la última frase de la camarera: – Os había dicho que no quería volver a veros nunca más. – La blusa blanca ya estaba empapada de sangre. La chica se derrumbó volcando mesas y sillas.
     – Te la has cargado, guapo.
     – Me da a mí que te van a caer veinte años, amigo.
     Qué bien le habían encasquetado el muerto.

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IX círculo: Cero (desde el 8 de junio)
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